MI VOZ ESCRITA, Por Jorge Herrera
En la vida suceden cosas que por más que se le busque el porqué para entenderlas, no es posible acercarse siquiera a una conclusión lógica. Una de ellas es la que concierne al doctor José Salvador Omar Jorge Blanco. Hombre probo, noble y civilista.
Alcanzó el solio presidencial dominicano con méritos propios: Fue procurador general de la República en armas, contra los golpistas del 24-25 de septiembre de 1963, y luego en la “Guerra Patria” frente al Imperio yankee. Pero, además, tuvo el honor y la gloria de ser el redactor del Acta Institucional que puso punto final a la “Revolución de Abril”.
En ese documento que se me ocurre supra histórico por su trascendencia, el doctor Jorge Blanco le abre las puertas al gobierno provisional del doctor Héctor Rafael García-Godoy Cáceres, descendiente directo del otrora presidente dominicano Ramón (Mon) Cáceres; el mismo que impuso la ley y el orden en el país con su legendaria guardia personal.
Y ni hablar de sus ganancias de causa en el ejercicio profesional del Derecho.
En ese tenor basta con recordar la desinteresada y brillante defensa que hizo en favor de la inocencia del ingeniero Ramón Flores, entonces rector del Instituto Tecnológico de Santo Domingo (INTEC); mientras el doctor Marino Vinicio (Vincho) Castillo Rodríguez se empeñó en que se le declarara culpable de un crimen que no cometió.
Al final, las pruebas contundentes presentadas por el doctor Salvador Jorge Blanco y la confesión del verdadero asesino dieron luz a la verdad sobre la muerte violenta de la joven estudiante Ruth Peña Nina. Sin embargo, la frustración por no poder cristalizar otra de sus perversidades, llenó de encono el ego enfermo del palero trujillista, y se ensañó contra el ilustre jurisconsulto de Santiago.
No obstante, la justicia divina siempre llega. No hay porqué dudar de su advenimiento. Que ese energúmeno aún viva, no es óbice para que todo buen cristiano resista firme la tentación de cuestionar la existencia de Dios, uno y trino…